YO MATÉ A XIUL LAZOPAT
por Luis Alposta
I do not mind lying, but I hate
inaccuracy.
Samuel Butler
Enigma y lenguaje en claroscuro. Un lenguaje en
el que aparecen elementos de una poesía extraña que, aunque a veces pueda
parecernos hermética e impregnada de misterio, no por eso deja de conmovernos.
Su autor alguna vez me dijo que creía, no sin dolor, que este mundo pertenece a
los que gritan, a los farsantes, a los que corren y se encaraman. Entonces tuve
la sensación de que Lazopat estaba viviendo un exilio voluntario en el territorio
de la soledad, y que era, precisamente, en ese territorio donde escribía su
poesía. Una poesía con una secreta luminosidad, que es a la vez un faro y un
refugio de privilegio para esa inmensa fraternidad de los solitarios.
Cuanto más trataba a Xiul Lazopat, más tenía la impresión de que en él lo
abstracto se corporizaba al mismo tiempo que lo concreto se desvanecía.
Siempre me pareció una especie de Hamlet debatiéndose entre el ser y el no ser,
a tal punto, que su realidad muchas veces me ha llegado a parecer una
ensoñación, como si toda su vida fuese una sucesión de postales, una realidad
ambigua. Y la ambigüedad -que no es ajena a la poesía- en él se intensificaba
tanto por momentos, que su persona misma llegó a ser para mí una verdadera
incertidumbre.
Cuando se lo dije, me respondió que lo único que se oponía a su realidad era lo
ilusorio, dado que las imprecisiones no estaban en lo imaginario sino en la
ilusión.
La primera vez que lo vi fue en París, el día en que pronunciaba una
conferencia sobre El
simbolismo y los juegos, en la librería Balzac,
a la que yo había concurrido invitado por mi amigo Tomás Barna.
Mágicamente, nos reencontramos (o mejor dicho nos conocimos) dos años después,
en Buenos Aires, más precisamente en Villa Urquiza, una lluviosa tarde en que
fui llamado, como médico, para asistir a un paciente que resultó ser él.
Imposible no reconocerlo.
Del diagnóstico de neumonitis virósica y la correspondiente receta, pasamos,
sin más trámite, a hablar de poesía en una charla que devino en hábito; hasta
que, un día entre los días, decidió otro de sus sorpresivos viajes.
De él conservo, además de un recuerdo imborrable, sólo dos cosas: los
manuscritos de sus últimos poemas (muchos de ellos escritos en francés) y un
retrato suyo, original, realizado por nuestra ‘nada común’ amiga Ana María
Moncalvo.
Mi admiración por su obra fue la que me llevó
más tarde a traducir sus poemas, los que fueron publicados, por mi gestión y
previa selección, en España, en 1982, en una limitada edición para bibliófilos.
El libro recibió una mención especial, entre 327 participantes de todo el mundo
de habla hispana, en el VI Concurso Literario “Gemma”, realizado en Aranguren
(Vizcaya); y el 17 de noviembre de ese mismo año, la Comisión de Cultura del
Club Francés de Buenos Aires invitaba a socios y amigos a la conferencia que,
sobre el análisis de dicha poesía, pronunciamos Marcela Ciruzzi y yo. La
lectura de los poemas estuvo a cargo de Lily Hartz.
Cuando traduje sus poemas, comprendí que no se
trataba de una empresa menor. Que no era una simple rutina.
A semejanza de una delicada operación quirúrgica, comencé a traducirlo buscando
desprender del lenguaje original cada una de sus ideas y, todavía palpitantes,
transplantarlas al mío.
Fue algo que realicé buscando la exactitud, y a tal punto, que he llegado a
tener por momentos la ilusión de crear y la satisfacción de estar haciendo un
buen uso del idioma.
En su poesía, el ritmo y la eufonía (o las particularidades de ambos) eran tan
importantes como el significado de las mismas palabras.
Si para traducir los versos de Lazopat fue necesario que existiese cierta
afinidad temperamental entre él y yo, creo que la hubo.
Ponerme a escribir ahora sobre su vida es evocar hechos y circunstancias que me
refirió puntualmente en muchas de las conversaciones que mantuvimos.
Siento la necesidad de escamoteárselos al olvido.
Nació en Bulgaria el 30 de junio de 1937, en Pokresville, un pueblo ubicado a
orillas del Maritza, cerca de la frontera con Grecia, en la calle de los
Plátanos.
De su niñez conservaba nítidamente el recuerdo de sus paseos en compañía de su
madre: la plaza y sus canteros bajo el manto oro de las hojas, un ágora que
atraía candores, ternuras y melancolías; la seca fuente de los mahometanos; el
paredón gris del viejo monasterio; los niños y sus estrepitosos juegos.
Frente a aquella plaza se levantaba una casa de piedra con una pérgola central
en el primer piso y un patio posterior que terminaba en una pequeña huerta. Era
la de su familia.
Los recuerdos de su primera infancia solían estar teñidos por las mismas
sensaciones de terror y exaltación que le produjeron entonces un murciélago
disecado (aquel que desde un vuelo estático parecía vigilar el viejo almacén de
Orëvir) y los antiguos y descoloridos grabados que, desprolijamente, colgaban
de las paredes del no menos desprolijo cuarto de su tío Julius, hermano menor
de su madre.
La imagen global de aquel pueblo se le desdibujaba ahora entre unas pocas
calles arboladas, una pulcra estación de trenes y un mercado húmedo y sombrío.
Allí nadie aguantaba la soledad y todo el mundo parecía darse cita a toda hora
y en todo lugar.
Los domingos y días festivos, a media mañana, los vecinos se reunían en la
plaza llevando consigo samovares, pasteles y sandías, y sentados en rueda,
bebían y comían sudorosos, hasta la noche. Entre penumbras aún creía ver
desfilar a los soldados por una calle ancha, rodeados de niños y de muchachas
con coloridas blusas.
Una realidad ya tan lejana que se le confundía con un sueño.
Tenía apenas tres años cuando su familia decidió trasladarse a la capital:
avenida Amrêl, frente al Correo.
Ahora su padre, Stojan Lazopat, era un flamante profesor de la Academia de
Bellas Artes, que iniciaba sus clases sobre la influencia oriental y krotâvica en la primitiva pintura búlgara.
La nueva vivienda se encontraba en el ala de la Academia destinada a los
docentes. Daba a un patio y estaba un poco alejada del cuerpo principal. Ese
antiguo edificio, que había sido una elegante mansión a fines del siglo XIX,
gozaba de cierto prestigio adicional por haber logrado sobrevivir al incendio
de 1916. Construido en 1875 por un banquero turco, sirvió luego de refugio a
los soldados alemanes durante la Primera Guerra Mundial.
La ventana del escritorio de su padre daba a una de las cuatro esquinas de la
avenida Amrêl y remataba en un balcón con balaústres dispuestos en ondas. Desde
allí, la avenida parecía huir en dirección al Maritza, como si fuese en busca
de los rosales y de los girasoles del sur.
Desde aquel balcón los habitantes de la casa habían presenciado, en 1908, los
festejos de la coronación de Fernando, el príncipe alemán que asumía el título
de zar de los búlgaros. Y en ese mismo balcón, ahora estaba el pequeño Xiul,
aprendiendo de labios de su madre las kolede, cantos rituales navideños que ya
no habría de olvidar jamás.
En el patio, frente al busto de Aleknik y de algunas dependencias utilizadas
como depósitos, se alzaba el domicilio de los Lazopat. Abajo, en el subsuelo,
funcionaba el comedor de los estudiantes. El olor del giuvech siempre era una presencia en la
escalera. La entrada a las habitaciones daba al segundo rellano y el portero de
la escuela ocupaba las del piso inferior. El buen Nikolai estaba a cargo de la
portería de la Academia desde hacía doce años, alternando insólitamente sus
tareas domésticas con los pinceles. Durante aquel tiempo estaba considerado
como el mejor restaurador de iconos del Museo Nacional de Sofía. Solía mantener
largas conversaciones con Stojan, a quien atraía por sus conocimientos sobre
historia del arte y por su desbordante simpatía. Muchos años después, estando
Xiul Lazopat en París, conocería a un hijo suyo, por quien se enteraría de su
muerte, ocurrida durante el derrumbe de la parte vieja de la escuela.
Recordaba claramente la mañana en que su padre realizó un retrato a lápiz de
Nikolai, estando éste paleta en mano, frente a un icono búlgaro de fines del
siglo XVII. Su hijo aún lo conservaba y, al mostrárselo, la emoción que sintió
fue indescriptible.
Aquel verano, al regresar de las que serían sus últimas vacaciones a orillas
del mar Negro, su padre tomó la decisión.
El clima bélico que ya se respiraba en Europa fue lo que los llevó a emigrar.
Un nuevo domicilio en un nuevo país: Lerma 660, en Buenos Aires.
Había quedado atrás su primera infancia y, desde entonces, como si se tratase
de otra vida, los recuerdos comenzarían a fijarse en su memoria sin tener que
luchar ya con ella.
El padre aprendió castellano rápidamente y sin mayores dificultades, como todos
ellos. El destino, y también su talento, le abrieron las puertas de un popular
diario de la época, donde, con un seudónimo que después llegaría a alcanzar
cierto prestigio, se ganaba la vida como dibujante.
Xiul cursó los estudios primarios en una escuela estatal, ubicada a cuatro
cuadras de su casa.
Entre los nombres que evocaba con gratitud figuraba el de su primera maestra,
María Yole Fornoni, quien escribía cuentos para niños que más tarde solía
leerles en clase. Ella le enseñó a leer y a escribir y con el tiempo fue su
amiga. Murió en sus brazos poco antes de cumplir los noventa y dos años.
Buenos Aires les había brindado, rápidamente, todas las posibilidades para que
se sintiesen como en su propio hogar. Y así fue.
La familia en pleno se “aporteñó” fácilmente, sin que por ello su madre dejase
de preparar en los días de lluvia los sabrosos piruschky y la exquisita vánitza, infaltable en todos
los cumpleaños. De sus comidas tradicionales, esta última fue la primera en
adquirir carta de ciudadanía: le habían incorporado el dulce de leche.
Su padre, artista y teórico de la pintura, escribía versos, y, según Xiul, lo
hacía con cierto talento. Le gustaba la poesía y le transmitió a su hijo su
amor por ella explicándole el significado de las metáforas y el valor de las
imágenes. De los poetas clásicos solía leerle a Horacio, preferentemente su
poema A Leuconoe; y de los
franceses a Rimbaud. Todo aquello fue música para él y, desde entonces, con
avidez, comenzó a leer poesía.
Cursaba el primer año del secundario cuando entre los libros de su padre lo
descubrió a Segröb. Leyó y releyó su poesía y por primera vez escribió un poema.
-Mis versos -me dijo- fueron festejados por mis compañeros, por el doctor
Arreis, el profesor de castellano y, por supuesto, también por mi padre. El
resultado fue mi primer libro, que titulé “Los espejos”, un pecado venial de trescientos
ejemplares del cual tal vez se me pueda absolver teniendo en cuenta que no
conservo ninguno.
Desde entonces comenzó a publicar con cierta periodicidad en distintas revistas
literarias, muchas de las cuales fueron víctimas de la indiferencia y de un
olvido a corto plazo.
Así, hasta que ingresó en la Facultad, donde se graduó especializado en
literatura francesa. Durante sus estudios recibió la “revelación” de la poesía
surrealista y eso fue lo que más tarde decidió su viaje.
Cuando llegó a París se instaló en casa de unos amigos de su tío Julius, quien
hacía ya cinco años que vivía en esa ciudad. Ahora era un próspero librero,
casado con una morena francesa que le había dado tres hijos; y la vida le
sonreía en serio.
Su librería era lugar de encuentro obligado para un grupo de artistas, y allí
fue donde conoció a Jean-Pierre Duprey, poeta y pintor de veintinueve años que
venía participando activamente en el movimiento surrealista desde hacía diez.
En ese primer encuentro el poeta francés le habló de la revista Phase, en la que él colaboraba,
y una afinidad de creencias guiando búsquedas comunes fue lo que inició la
amistad. Una amistad que habría de durar muy poco. Duprey se suicidó la tarde
del 2 de octubre de aquel año. Tres días antes le había leído su poema “La rosa
de las cenizas”:
Una mano de rosas
clavada sobre un objeto negro…
¿Qué queda? ¿Qué queda?
Del cielo sólo queda un
gran tejido ajado de espectros
y los ojos sólo llenan
las órbitas del vacío.
El círculo fue creciendo. Duprey lo había conectado con otros poetas y
escritores y fue Éduard Jaguer quien le presentó una tarde, en su casa, a André
Breton:
-La presentación no fue casual, Éduard, sin yo saberlo, le había leído algunos
de mis poemas, sorprendiéndome más tarde el hecho de que Breton le pidiera
conocerme.
-Me encontré con un hombre que pasaba los sesenta años, erguido, de estatura
mediana, que vestía pantalón y polera beiges y un impecable saco de gamuza. De
mirada escudriñante, labios gruesos, sensuales, en cuyas comisuras un cierto
rictus denunciaba un fuerte carácter. Tenía una hermosa cabeza de larga y
tupida melena. El suyo era el perfil de un artista. Un artista que no había
abandonado la costumbre de concretar proyectos, costumbre que seguía
manteniendo con la misma pasión y vehemencia de la juventud.
Aquella tarde, Breton le habló de su admiración por Jacques Vaché y de su
amistad con Apollinaire durante los últimos meses de la Primera Guerra. También
le habló de su idea sobre una nueva revista, La
Brèche, la que apareció un año después dirigida personalmente por él, y de
su proyecto sobre una Exposición Internacional del Surrealismo, el que llegó a
concretar en noviembre de 1965 en la galería L’Oleil de París, un año antes de su muerte.
Al despedirse, elogió particularmente su poema “Los abedules”, el que habría de
publicar luego en su revista Le
surréalisme même.
No se volvieron a ver. Una flamante designación como traductor en la UNESCO lo
alejaba ahora a Lazopat de París. Una ciudad en la que conoció a Jacques Prevért,
trató a André Breton y entabló amistad para siempre con Jean-Pierre Duprey.
La primavera comenzaba a asomar en los balcones y en los rostros. Aquéllos
fueron los días belgas del poema diario escrito en una mesa del café Marisa,
cuyo nombre le recordaba al río de su infancia. Ubicado a escasos treinta
metros de su domicilio, aquel lugar no tardó en ser, para él, una especie de
escritorio matinal con desayuno incluido. Allí compartió, más de una vez, el
café con leche con César Tiempo y otros amigos, y fue allí donde conoció una
mañana a Nikäoj Sabzemòg. Se hicieron amigos.
-Era extremadamente delgado, de aspecto sombrío y de voz grave. Su delgadez, su
rostro anguloso y su melena desgreñada, me trajeron inmediatamente el recuerdo de
una vieja fotografía de Samuel Beckett. Aquel joven de veinticinco años dejaba
entrever un implacable dominio de sí mismo y una insobornable bohemia.
-Aún antes de haber leído sus versos intuí al poeta. ¡Y vaya si lo era! La suya
era una poesía de mano maestra, altiva y demoníaca. Era una voz nueva y
distinta. Sus poemas invitaban a la inmensidad, demoliendo y educando.
-Escribía sus versos escalonando palabras como las cartas de un solitario y
haciéndolo siempre con la sangre de su corazón.
-De él aprendí, y para siempre, que ser poeta, más que responder a una vocación
obedece a un destino.
Nikaöj Sabzemòg le relató su vida como quien cuenta un cuento. De origen
búlgaro, como él, había atravesado todos los océanos sobre el lomo de una
ballena.
Cierta vez, en que Lazopat le dijo que era una suerte poder escribir como él lo
hacía, le contestó que la suerte era la voluntad de Dios y se encogió de
hombros.
Cuando concurría a la casa de Lazopat, no era extraño encontrarlo con el oído
atento a Wagner, mientras respiraba su mescolanza diaria de humo de cigarro y
espuma de cerveza.
Una tarde me entregó una abultada carpeta que contenía muchos de sus poemas
escritos en francés y me pidió que, si realmente me gustaban, los tradujese y
le buscase editor. Volví a su casa una semana después y ya no lo encontré.
Había cambiado de domicilio con la misma reserva que guardan los que cambian de
barrio al morir.
Hasta aquí el recuerdo de sus recuerdos y los míos. Han pasado ya muchos años.
No he vuelto a saber nada de él, y sin embargo, cada vez que pienso en lo que
significa ser poeta, no puedo dejar de recordarlo.
Publiqué sus poemas (poemas que yo sólo traduje). En la tapa del libro mi firma
y mi fotografía. De él, apenas su nombre en la dedicatoria.
La
decisión la tomé cuando recordé que el plagio sólo es válido si va seguido de
asesinato; y el arma que elegí fue el anagrama.
LA POESÍA DE XIUL LAZOPAT
Xiul Lazopat, a quien bien puedo considerar mi “negativo”, mi “otro yo” a la hora de ponerse "él" a escribir, es alguien a quien puedo convocar frente a un espejo y verlo en el límite de lo borroso sin llegar a desestructurar su imagen.
Su poesía es lógica y es no-racional, para no emplear el término equívoco de irracional.
Confinado al espejo, Xiul Lazopat, que viene ser “el otro”, podrá parecer el poeta del apartamiento, de la soledad o el de la existencia incumplida, cuando, en realidad, es alguien que buceando en lo desconocido pretende vivir una nueva experiencia poética. Lo que “él” busca es el lenguaje de lo inexpresable y la única norma que acepta es la de la libertad total, la de una poesía sin cánones.
Y es en ese ir y venir de imágenes frente al espejo que, para “el otro”, que es el que escribe los poemas, el “Otro él” soy yo. Y como yo soy el que después los termina firmando y da la cara, tengo la sensación de que, en alguna medida, soy alguien que está consumando un plagio.
Luis Alposta