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Adán poniéndole nombre a los animales |
La Biblia nos
dice que la palabra es un don divino que le fue concedido al hombre; por tanto,
tuvo Adán el privilegio de haber sido él quien le pusiera nombre a los animales
y a las cosas.
Después, debido a la imperiosa necesidad
de comunicarse con sus semejantes, y otro poco por despuntar el vicio, el
hombre continuó creando y recreando palabras.
Y así -torre de Babel mediante-
hasta nuestros días, en que el lunfardo apareció entre nosotros.
Un repertorio de voces, muchas de ellas
traídas por la inmigración, comenzaron a desarrollar una existencia paralela al
habla común, para terminar, en no pocos casos, siendo asimiladas por nuestro
lenguaje familiar y coloquial.
Aunque en sus comienzos sólo se lo hablaba
en las trastiendas del idioma, no por eso dejó de ser escuchado. Y fue en la
calle, en el conventillo, en el café, en el sainete, en la poesía popular y en
las letras del tango, donde vino a encontrar el medio más apto para su
difusión.
Adaptar a nuestra manera de ser y de
sentir no pocos de los vocablos de nuestra “parla madre” (que sigue siendo el
castellano), y el ir sumando voces a los entresijos del idioma, es una tarea de
la que siempre se ha ocupado el pueblo.
Por eso, y sin temor a equivocarnos,
podemos decir que cada vez que a alguien se le ocurra solicitar un “certificado
de supervivencia” para cualquiera de estas voces, seguirá siendo el mismo
pueblo la única autoridad competente en condiciones de extenderlo.
"POEMA NÚMERO CERO" - de Alposta y Rivero
Canta Edmundo Rivero