Jorge Luis Borges,
con su cuidado y elevado estilo, alguna vez aseguró sentenciosamente que el lunfardo
“es una jerga artificial, una especie de broma”, aunque no por eso dejó de prestarle
atención a las “proezas orilleras” que escuchó en boca de “viejos caudillos suburbanos”.
No olvidemos
que su infancia transcurrió en el barrio de Palermo, entonces apartado arrabal de
conventillos, terrenos baldíos y de guapos. En no pocos de sus poemas y en muchos
de sus cuentos evoca a los antiguos cuchilleros de principios de siglo y el ambiente
de las orillas que dan color local a sus creaciones.
Insisto en que
tal vez Borges esté más cerca del lunfardo de lo que podamos suponer. Porque en el lenguaje cuentan los matices, la intención
o el acento que se pone a veces sobre cada vocablo, el valor que denotan las palabras
según se desprende de la descripción o el relato de un contexto.Si se siente entrañablemente a Buenos Aires y todo lo que a esta ciudad concierne; si se logra un poema de “calle con almacén rosado”; si se escriben milongas de Jacinto Chiclana, de don Nicanor Paredes o de Manuel Flores; si se urden historias de tauras y compadritos, aunque en todo ello se eviten cuidadosamente las voces lunfardas, es imposible, en cambio, esquivar cierto talante malevo y ese aire lunfardo al que me referí anteriormente.